viernes, 11 de julio de 2014

"La gran belleza": lucidez en el vacío



La vida como una novela, como un viaje que estimula nuestra imaginación y nos impulsa más allá de la mundana cotidianidad. Con un homenaje a la literatura, y su poder utópico de cambiar las cosas, arranca y finaliza La gran belleza, que recaba una cita del Viaje al fin de la noche de Celine para dar paso a un relato donde realidad y ficción parecen confundirse a cada minuto. Un marco semionírico de personajes estrambóticos y pasajes cercanos al surrealismo que, sin embargo, está diseñado como vehículo de bombardeo constante de certezas universales acerca del ser humano. Un escaparate de contradicciones que pone de manifiesto su complejidad y deriva.

Si La gran belleza es una película única, de esas que aparecen cada lustro para quedarse almacenadas en el recuerdo, es precisamente por su carácter atemporal. Por atreverse, de una forma original y muy personal, a arrojar destellos sobre nuestra especie sin pudor, recordando sus vicios y evidenciando sus anhelos inalcanzables. El acierto de Paolo Sorrentino es doble al situar su historia en los tiempos actuales, donde el desencanto ha ido en aumento a raíz de la crisis económica y la precariedad laboral, lo que ha provocado un distanciamiento acusado en los estratos sociales y un decaimiento latente en el ciudadano medio.

El director despliega su poderoso y simbólico universo visual en torno a Jep Gambardella, un cínico profesional cuya única novela, El aparato humano, logró un éxito editorial que le ha permitido vivir de las rentas y de esporádicas colaboraciones en un periódico. En su periplo como entrevistador, el protagonista se encuentra a seres excéntricos de todo pelaje que no hacen si no reafirmarle en su condición de intelectual de vuelta de todo que se regodea en el vacío de la vida de los demás. Y que alardea del suyo propio.

El comportamiento de Gambardella parece derivarse del contexto en el que fue escrito su libro, surgido de un desamor de juventud que lo dejó marcado indefectiblemente. Su vida actual se articula en torno a las fiestas y los devaneos de la alta sociedad romana, entre cuyos caros caprichos y falsas apariencias parece sentirse cómodo. Sin embargo, en su fuero interno Gambardella desearía desaparecer en cualquier momento, o ser exorcizado. Vive atormentado por los recuerdos (el mar se le aparece en soledad) y se excusa en la falta de inspiración para no retomar la pluma.

Este sujeto de 65 años, todo un hito cinematográfico al que Toni Servillo aporta imagen y complejidad, es incapaz de encontrar la belleza. O, sencillamente, no quiere verla. Hablamos de un hombre cuyo balcón da al Coliseo, que tiene acceso a los museos más exclusivos, que da paseos interminables junto al Tíber o que vive a los pies de un convento de naranjos en flor. El semblante de la personalidad de Gambardella se enriquece a través del de los que lo rodean: desde la mirada infantil de la editora de su periódico (una mujer enana) pasando por la amenaza omnipresente de la muerte (personificada en Andrea, el hijo obsesionado de una de sus amigas) hasta la visión de la experiencia propiciada por la centenaria santa, capaz de dormir en el suelo o subir una escalera venciendo cualquier impedimento físico, y que acabará abriendo los ojos del escritor con una referencia a las raíces individuales.

Sorrentino describe la vida moderna como un solar de impostación carente de amor hacia las pequeñas cosas y los detalles que hacen que nuestro recorrido vital valga la pena. Y qué mejor manera de ejemplificar esta idea que en la figura de un escritor sin chispa creativa. Bajo este enfoque pesimista, pero que con el transcurrir del metraje va abriéndose a la esperanza, el director consigue que el espectador reflexione sobre su propia capacidad para cambiar y mejorar su entorno incluso en los tiempos de mayor descreimiento.

La belleza del título va en consonancia con la propia puesta en escena de la película, deslumbrante en luces y colores en el recorrido fascinante de los personajes por la capital italiana. No es Roma un escenario arbitrario, sino el fiel reflejo de una condición eterna en su conflicto vital, anquilosada en ruinas y bellas estatuas inmutables al paso del tiempo. No sería raro que el síndrome de Stendhal aflorara en varios momentos por el carácter alucinatorio implícito a lo que se nos muestra.

Desde el prólogo en la celebración de cumpleaños (que sólo puede calificarse de genial) hasta el paseo en barco por el río durante los títulos de créditos (ante el que cuesta alejar los ojos de la pantalla, extasiados por lo que vemos y aún asimilando lo que nos han hecho ver), Paolo Sorrentino, sirviéndose además de una música evocadora que remueve por dentro, ha dado de lleno en la diana del gran cine, ese que tiene como fin reflejar (sin llegar a abarcar, tarea imposible) la idiosincrasia de la persona. Pocas películas poseen tal fuerza como para crecer paulatinamente en la cabeza del espectador una vez finalizada la proyección y solicitar posteriores visionados. El sello de la excelencia.

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